Artículo publicado en el Diario de Avisos
Me había pasado toda la niñez soñando con el día en que tendría mis propios hijos, y en la medida en que fui creciendo fui imaginando en la manera correcta en que daría a luz, por supuesto por parto natural en mi casa, amamantando y atendiéndolos de forma especial. Tenía todo tan bien planificado que no solo fantaseé con mi forma de actuar como madre, sino que también como lo debía hacer mi compañero. Todo debía ser adecuado, ceñirse a mis deseos y planificaciones, todo aquello que no se ajustase, simplemente era criticable y me irritaba. No era concebible una vida adulta sin hijos, así que en la medida que los años fueron pasando y los hijos no llegaban, la ansiedad y la sensación de fracaso fue aumentando.
Todo planificado para hacer coincidir las relaciones sexuales con los momentos óptimos de concepción.
Comenzó a aparecer una sensación de profundo vacío que no era entendido por la gente próxima, cada mes con cada menstruación, una oleada de pensamientos y emociones depresivas me recorrían: “no soy una mujer completa”, “me siento fracasada y no lo lograré”, “nadie comprende mi dolor”. Comencé a alejarme de mis amigas con hijos, sentía literalmente envidia de sus vidas, y en el caso de que alguien me comentara el embarazo de alguien conocido, aunque me alegraba por ella, me sentía triste porque me hacía recordar que yo simplemente “no lo había logrado”. Me había realizado muchas pruebas para descartar imposibilidades de gestación tanto a mi como a mi compañero, todas indicaron normalidad. Comenzó a crecer en mi interior la idea de que el cuerpo médico o se había equivocado o habían ignorado algún dato relevante. Repitieron pruebas y todos llegaron a la misma conclusión: normalidad.
Hubo en todo este proceso varios abortos que lo que hicieron fue aumentar aún más el dolor por no ser madre y la sensación de pérdida se intensificó con cada intento.
Finalmente, uno de aquellos embarazos llegó a feliz término y como suele ocurrir en la vida, por mucha planificación que hagamos, la realidad nos confronta con nuestras fantasías. Di a luz por cesárea, me bajó dos meses la leche y después se me cortó con lo que no pude seguir amamantando a mi hijo, fue tal el desfase entre lo que había imaginado y lo que estaba viviendo que caí en una depresión postparto, necesité medicación y psicoterapia durante unos meses. Gracias a ello, hoy soy capaz de reírme de tanta idealización que yo misma creé de cómo debía ser la forma perfecta de criar y educar, por el contrario hoy pienso de una manera realista sobre mis hijos sin esa exigencia de perfección. Evito el crearme expectativas poco sensatas que me abocarían de nuevo a posibles estados depresivos.
Lo cierto es que la vida es lo que es, por muchos planes que hagamos solo podemos manejar algunas variables, siempre nos sorprende y maravilla.
Deja tu comentario